18 horas de viaje en auto separaban la ciudad de Buenos Aires con la isla de Florianópolis. La ruta estuvo desierta durante todo el periplo, a excepción del tráfico en el último tramo (Porto Alegre - Florianópolis) y las bandadas de pájaros que aparecían posándose sobre el asfalto después de cruzar el puente General Artigas. Hicimos todo lo posible por esquivarlas, y durante todo ese tramo nos desplazamos a unos 80Km/h porque las palomas estaban drogadas de tantas semillas que habían desayunado en los campos lindantes.
Nos tomamos unos cuantos mates y disfrutamos del paisaje, especialmente en los primeros kilómetros uruguayos, con pequeños bosques y arroyos sobre el terreno irregular y también la zona de montes (morros en portugués) que están cerca de Garopaba. Con Hernán nos colgamos viendo la manera en que las nubes bajas atravesaban los montes mientras osábamos bautizar tales irregularidades con apodos de dudosa pulcritud.
Pasamos por un pueblito brasileño perdido entre las rutas que se llamaba “Minas dos Leões”. Durante la ida pasamos como un rayo y me quedé con ganas de sacarme una foto con el nombre del pueblo en ciclópeas letras blancas.
Llegamos a Florianópolis de noche, y nos encontramos con una ciudad brillante, llena de luces de colores, formas destellantes en el bulevar y cataratas refulgentes en los grandes edificios. Cuando pasamos frente al Teatro Governador Pedro Ivo notamos que sería imposible pasar por su lado sin advertir su reluciente fachada. No tengo ni idea de cómo será el teatro por dentro, pero a la noche se lo ve muy bien desde fuera.
Llegamos a Canasvieiras (al norte de la isla) y nos encontramos con Julián. Julián nos ayudó reservando el departamento donde nos íbamos a quedar. Nos consiguió un piso a 30 metros de la arena con balcón y vista al mar. Un fenómeno.
Caímos redondos; dormí en una cama-sofá que soportó generosamente todo el peso de mi cansancio.